Durante el Debate sobre el Estado de la Nación, el pasado mes de febrero, el Congreso de los Diputados aprobó una resolución sobre Regeneración democrática y transparencia. En dicha resolución, diferentes fuerzas políticas admitieron la necesidad de
elaborar un Pacto Ético sobre el tratamiento de los casos de corrupción y los encausados en este tipo de delitos.
El objetivo
es loable y necesario. No debería, no obstante, obviarse la inclusión en dicho pacto de algunas
consideraciones de carácter preventivo. Si bien es necesario regular el
tratamiento que debe aplicarse a los políticos encausados por corrupción, tanto o más debería
dedicar el Parlamento su atención y esfuerzo a prevenir que políticos honrados acaben sucumbiendo a estas prácticas detestables.
El
Pacto Ético debe incluir, por tanto, normas que regulen la presente y futura conducta de los cargos públicos, de la cual depende, en gran parte, la salud de nuestras instituciones. Hay que apelar, una vez más, a valores
fundamentales de la vida democrática, valores muy básicos que deberíamos haber aprendido en la niñez, la integridad, por ejemplo, o la responsabilidad,
la profesionalidad y la ejemplaridad
Actuar
con integridad es un principio elemental
para todos aquellos que desean representar y administrar el interés general.
Implica comportarse de manera justa y recta, sin aspirar a obtener privilegios injustificados
a nivel personal, familiar o de partido,
y requiere velar por el buen uso de los bienes públicos.
Fomentar
la asunción de la responsabilidad implica distinguir entre la responsabilidad política y penal. El
ejercicio de la política tiene sus propias normas y que hay que asumir las consecuencias no sólo legales, sino también políticas y morales de las acciones y las
omisiones personales y, sobre todo, hay que estar dispuestos a dar cuenta de ellas.
Decir que la actividad política deber ejercerse con profesionalidad y eficacia resulta una obviedad pero no por ello debemos dejar de insistir. La adhesión a las
propias ideas y a las del partido que se representa no debe impedir trabajar con
objetividad y concentrarse en el interés general. El deber de ser imparcial en actividades
clave como la adjudicación de contratos, la administración de los fondos
públicos o la concesión de subvenciones, no puede ni debe estar sujeto a los
vaivenes de la legítima lucha política.
Y, por supuesto, hay que tener muy presente la necesaria ejemplaridad con la que se debe ejercer cualquier cargo de responsabilidad. El
comportamiento del político tiene un extraordinario valor de testimonio público,
muchas veces ignorado y menospreciado por los propios políticos. De nada sirven los planes y los pactos
anticorrupción si no vienen acompañados por el ejemplo de los representantes públicos en su
práctica diaria, en las decisiones y en las formas que adoptan en cada momento.
Del
contenido del Pacto Ético nada sabemos desde aquella resolución parlamentaria del mes de febrero. Son muchos los aspectos concretos de comportamiento que hay que regular. Al fin
y al cabo los principios son sólo el principio. La opinión pública está ofreciendo
con su run run permanente numerosas y valiosas pistas nada despreciables. No
será, por tanto, la dificultad lo que frene su avance. ¿Será acaso la voluntad?
Esto es como si los abogados hicieran un pacto para garantizar que defenderán a sus clientes, los contables otro para asegurar que no falsearán las cuentas y los cajeros/as de supermercado prometieran que no se quedarán con parte de la recaudación... Sería ridículo, ¿verdad? Pues en los políticos igual, lo que pasa es que, como bien sugieres, no tienen claro que un pacto así sea beneficioso para sus intereses. Y no estoy sugiriendo con ello que muchos políticos lo sean en busca de su beneficio personal, Dios me libre...
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